lunes, 9 de febrero de 2015

Vestuarios o trincheras






“Me llevé casi tres años sin saber de mis padres, no sabía si estaban vivos o muertos”; Drago Cakic, una de los mejores jugadores del Xerez, relata cómo la Guerra de los Balcanes le llevó a dejar el fútbol


En 1987 una joven selección se hacía con el Campeonato del Mundo sub’20 en Chile. Era la Yugoslavia de Prosinecki, Jankovic, Boban, Mijatovic, Suker o Lekovic. Serbios, bosnios, montenegrinos, croatas… Todos de la mano con el fútbol por bandera, aunque con muchas banderas en el interior de un vestuario que se rompía pocos años después. La Guerra de los Balcanes, esa explosión de rabia y odio étnico en el corazón de Europa que durante prácticamente cinco años avergonzó al mundo occidental -a día de hoy las cenizas del resquemor lo sigue haciendo- dejó más de 200.000 cadáveres, un millón de exiliados y seis naciones, pero sobre todo, partió familias, amistades… Y vestuarios. Un año antes del conflicto, un partido Dinamo de Zagreb-Estrella Roja simbolizó la ruptura de Yugoslavia con la exaltación de los nacionalismos croata y serbio

En marzo de 1990, un año antes del estallido del conflicto, 4.000 delijes, ultras del Estrella Roja liderados por Zeljko Raznatovic, más conocido como Arkan, y Zoran Timic, viajaban desde Belgrado a Zagreb. El objetivo era el estadio Maksimir de la actual capital croata. Allí esperaban los Bad Blue Boys, ultras del Dínamo. Un encuentro en lo más alto que simbolizaba algo más que el fútbol; era Croacia contra Serbia, aunque todo emarcado en una Yugoslavia que ya se estaba fragmentando, sobre todo, en los terrenos de juego. El encuentro prácticamente fue la excusa para exaltar el nacionalismo, el de la tricolor paneslava y el de la ajedrezada. La conclusión fue el linchamiento de los ultras serbios a aficionados del Dínamo y la respuesta de la hinchada croata. La imagen, ese joven Boban, croata, que a sus 21 años quedará marcado de por vida al correr hacia un Milicia (policía de la antigua Yugoslavia) y le agredía para evitar el linchamiento de un ultra del Dínamo. Fue el inicio de la Guerra de los Balcanes y comenzó en el césped del Maksimir.

“Aquello impacta. No me lo creía…”. Quien habla es Dragoslav Cakic, más conocido como Drago Cakic, jugador del Xerez en aquella época que, atónito a lo que veía por la pequeña pantalla a miles de kilómetros, no se lo creía. “Miles de serbios en Zagreb apoyando al Estrella Roja, con el peligro que se corría… Y ese es el inicio de la guerra, lo cual es muy triste, porque Boban -dice, mientras observa la foto del instante- incluso fue campeón del mundo con los juveniles de Yugoslavia, con Prosinecki, Suker, Mijatovic…”.

Inicios de los 90. Cakic, que aún vive en Jerez, relata con su mezcla de acento del Este con el andaluz, aquellos años, difíciles, sobre todo, para un serbio criado en Croacia, con amigos croatas, con mujer croata, y con 25 años. “Da mucha pena lo que hicieron con el país y con el deporte, con todo”, no oculta, reconociendo con pena algo que no borra el paso del tiempo. Dos décadas después es imposible para Drago -así le llaman los amigos en Jerez- olvidarse de todo aquello. Y no es para menos, ya que la guerra le coge en Jerez, en su mejor momento como futbolista, pero con su familia en territorio comanche: “Se me fue la olla”.

Cakic abandonó el fútbol con el estallido del conflicto balcánico. Con buen cartel, buenas temporadas en España y tras llegar al país previo paso por una de las canteras más prolificas del fútbol yugoslavo, la del Hajduk, compartiendo vestuario con Jankovic, Asanovic, Jarni o Petrik, entre otros. “Me llevé más de dos años sin saber nada de mis padres, entonces me desvió totalmente, como decís por aquí, se me fue la olla. Yo tenía 25 años, estoy aquí solo porque incluso la madre de mi hija, la que era mi mujer, se va. Ella era croata y yo serbio, así que no podía ser, al menos para ella”, confiesa Cakic, un recuerdo que sigue afectando.


“Todo el dinero que tenía en el banco se lo quedó el Estado para comprar armas”, se lamenta Drago, que ya había jugado en el Hadjuk, Burgos y Xerez y pasó a trabajar de guarda de obraLa Guerra explotó de lleno en el hogar del serbio, decidido a no volver a jugar al fútbol, descentrado. “El teléfono de casa de mis padres estaba cortado, no sabía si estaban vivos o muertos. Es muy fuerte e impacta, porque estás fuera de casa, muy lejos, con tus padres allí y ves que hay bombardeos”, relata, mientras recuerda aquellas imágenes que les llegaban solo por la televisión: “Todo aquello lleno de barricadas por un lado y otro. Fue un trauma para toda la vida, para toda la familia, para todos…”.

Pero volvamos al principio del artículo. ¿Fue el fútbol el germen de uno de los conflictos bélicos más crueles del viejo continente en las últimas décadas? “Había un ambiente muy malo en las gradas, que si la Torcida (grupo ultra del Hajduk Split), los Red Blues del Dínamo (de Zagreb) o los Tigres de Arkan…·, y todos con banderas nacionalistas. La relación de la Guerra de los Balcanes con el fútbol tiene hasta nombres propios, como el de Arkan, líder ultra que con el conflicto ya empezado llegó a reclutar a 10.000 voluntarios que arrasaban allá por donde iban. Eran los tigres de Arkan, un Arkan que incluso llegó a tener su propio club: “Era un mafioso que fue paramilitar y después se hizo con un equipo de fútbol que llegó a jugar contra el Atlético de Madrid. Todos eran unos mafiosos que estaban metidos en el fútbol y siguen estando”. “En el fútbol se vivía esa sensación nacionalista en la grada”, reconoce Cakic, quien matiza que “en los vestuarios éramos de todo, y las parejas también, y los amigos, todo, musulmanes, serbios, croatas, bosnios…”.

Ese odio que lleva a la convulsión socio-política de Yugoslavia no se sospechaba dentro del vestuario, donde “había de todo y solo cuando se jugaba contra el Estrella Roja, que era un equipo grande, algunos decían ‘vamos a ganarle a los serbios’, pero muchos éramos serbios en el equipo, y cuando le ganamos, siendo yo de ese equipo de pequeño, me alegraba más que ganarle a otro, pero no pasaba nada, solo era fútbol”.


Corría 1994 y Drago Cakic se gana la vida como guarda de obra, viviendo de favores de antiguos amigos. Se encuentra sin dinero -”todo mi dinero del banco se lo quedó el Estado para comprar armas”, recuerda- a pesar de haber jugado en Hajduk Split, Burgos y Xerez CD. Sin embargo, un acontecimiento lo llevará de nuevo a los terrenos de juego. “Recibo un telegrama tres años después de comenzar la guerra. ‘Estamos vivos. Papá y mamá’, yo rompo a llorar de alegría y comienzo de nuevo”. Había dejado atrás “su mejor momento”. Casi tres años sin competir, dejando atrás, en el pasado lejano, esa exquisitez en el toque que poseía. Se quedó en Jerez, porque, como le dice su padre, “los de Jerez están igual de locos que los dálmatas de Split (Dalmacia es la región donde nació Cakic) “.

“Aquí me recibieron por todo lo alto desde el principio y siempre quise retirarme aquí”, comenta. Y así fue. Pero antes debía ponerse en forma. Un día, mientras entrenaba por la calle, el presidente del Jerez Industrial lo convenció para volver a jugar. No lo hizo mal, ya que un año después fichaba por el San Fernando, en donde tuvo “un año muy bueno, en el que jugamos la Liga de ascenso contra el Manchego, donde jugaban los hermanos Helguera, muy jóvenes”. De Tercera División a Segunda División, una vez más. Más maduro, con la traquilidad de saber de sus padres, brilla en un amistoso ante el Marbella, donde se encuentra con un viejo conocido, Sergio Kresic, el mismo que lo trajo de Split a Burgos en el año 87. Otra decente campaña en la división de Plata le da el boleto que deseaba, volver a Xerez. Con un equipo recién ascendido de la mano de Carlos Orúe y en el que se tiene prácticamente que retirar, en esta ocasión por una lesión de rodilla, la quinta en pocos años. La inactividad pasó factura, la guerra le pasó factura. Un telegrama emocionante le impulsa a jugar de nuevo: Jerez Industrial y San Fernando son sus escalas antes de regresar al Xerez

“Tanto nacionalismo no te entra en la cabeza. El nacionalismo es malo, en todo el mundo, y después de tantos años, en Croacia siguen igual”. Como apuntábamos antes, el resquemor no cesa, la historia no se olvida. Hay demasiadas familias rotas, edificios destruidos, testigos de la masacre y la devastación que, dos décadas después, siguen recordando y atrayendo fantasmas del pasado. “En el pueblo de mi padre, muy cerca de Split, había un 80 por ciento de serbios y un 20 por ciento de croatas, y ahora vas y no hay prácticamente serbios”, destaca Cakic, quien deja claro que en Split  “un serbio es un ciudadano de segunda clase”.

Allí parece que nadie olvida, ni tan siquiera el propio Cakic: “La Milicia iba a casa de mis padres y les preguntaba por mí, que dónde estaba, que qué hacía. Fue una guerra psicológica, una limpieza étnica de Croacia a los serbios que vivían allí de la que nadie dijo nada”. Hasta 2005 no pudo Drago volver a casa. Habían pasado 15 años y la Guerra ya había acabado, aparentemente. Yugoslavia ahora lo formaban seis naciones diferentes, con sus culturas, lenguas, religiones, credos… Como antes, pero con las fronteras bien marcados por la sangre de los cadáveres.

“En Croacia me trataban como un traidor a la patria, que si le compraba armas a los serbios o cosas así, locuras que la Policía tenía apuntadas”, denuncia sin perder, a pesar de todo, la eterna sonrisa que le acompaña al hablar. Se marchó a Serbia, quiere mucho a Croacia, pero es serbio, aunque había otros motivos: “Tenía miedo, mucho, porque se inventaban cosas para acusarte de lo que fuera. Hasta a unos familiares de mis padres les decían que ellos habían matado croatas”. Pudo volver a casa, a Split, con sus padres, a los que no veía desde finales de los ochenta, pero pasando miedo, camuflado y sin apenas salir de su hogar: “Veía caras conocidas, pero daba miedo saludar, porque incluso un amigo me dijo ‘¿Qué haces aquí chetnik -fuerza paramilitar serbia-?’ y yo solo le iba a dar un beso porque era mi amigo del colegio. La situación es desagradable porque hay muchos que todavía tienen armas”.

La llama del odio no se apaga en los Balcanes. “Todavía hay mucho nacionalismo y mientras sea así, no van a avanzar nunca”, destaca, añadiendo con la pena del que ve su país desmembrarse que “han pasado ya más de 20 años, pero no se olvidan. Y ahora es peor, porque los jóvenes, que no conocieron aquella guerra, tienen el mismo odio hacia los serbios. ¿Por qué? Porque los padres le enseñan a tener ese odio”.

Un enfrentamiento que se sigue viviendo en el fútbol, como aquel marzo de 1990. En marzo, precisamente, del presente año Croacia y Serbia se veían las caras en Zagreb en un encuentro clasificatoria para el Mundial de Brasil. En el recuerdo, ese Dínamo-Estrella Roja de 23 años atrás. Las medidas de seguridad fueron tan extremas que a los ultras de Serbia se les prohibió cruzar la frontera. La UEFA incluso amenazó a ambos países de expulsarlos si no ponían fin a los enfrentamientos. Complicado si los Bad Blue Boys y los delijes siguen campando a sus anchas. “El nacionalismo es muy malo, no hay que odiar a nadie”. Drago Cakic lo sabe bien. Ese nacionalismo le costó mucho, pero sobre todo, le impidió llegar más allá de lo que jamás hubiera imaginado.

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